Los animales se parecen a sus dueños (y eso me emociona)
Dicen que con el tiempo los animales se parecen a sus humanos. Pero yo creo que no hace falta tiempo. A veces basta una mirada. Un gesto. Una forma de esperar, de moverse, de respirar.
No sé si es que los elegimos por afinidad energética, o si ellos nos eligen a nosotras para enseñarnos a ser. Lo cierto es que algo ocurre. Una especie de espejo suave y silencioso se forma entre piel y pelaje, entre pulso y patitas.
Hay gatos que son todo lo que vos no te animás a ser. Sigilosos, soberanos, con límites de hierro. Que no piden permiso para retirarse. Que duermen donde quieren y se acurrucan solo si lo sienten. Y ahí estás vos, observándolos. Aprendiendo a desaparecer un rato sin culpa, a estar sola sin estar rota, a no responder un mensaje sin sentir que estás fallando.
Hay perros que son tu reflejo emocional. Ansiosos por verte, entregados, leales al punto de derretirse. Perros que te miran como si fueras la cosa más hermosa que existe, incluso cuando vos ni siquiera te peinaste. Perros que se te parecen en la alegría, pero también en la herida. Que te enseñan a quedarte, aunque el mundo tiemble. Que sienten con todo, como vos. Que no saben fingir. Como vos.
Hay pájaros que son tus pensamientos con alas. Cobardes a veces. Soñadores siempre. Escapan de cualquier cosa que huela a encierro y vuelven cuando ya nadie los espera. También están los animales lentos, que llegan justo cuando necesitás paciencia. Los torpes, que aparecen para que aprendas a reírte de vos misma. Los que te siguen a todos lados, y los que te miran desde lejos como diciendo: “yo te acompaño, pero sin perderme a mí”.
Yo creo que sí, que los animales se parecen a sus dueños. O que, mejor dicho, nosotras terminamos pareciéndonos a ellos.
A lo mejor para sanar algo. Para recordar quiénes somos cuando el ruido de la vida nos tapa.
Y si alguna vez alguien quiere saber cómo soy, que no me pregunte mi signo. Que no me saque la carta natal. Que me mire cuando hablo con mi perro. Que escuche cómo digo el nombre de mi gato. Que vea cómo respiro cuando duermo con ellos al lado.
Ahí estoy yo. Completita.
Sin máscaras. Sin miedo.
Sin necesidad de decir nada.
Dicen, no sé si con razón o por cariño, que me parezco a Appa.
Que tenemos la misma calma, la misma paciencia.
Que observamos primero, actuamos después,
y que sabemos quedarnos al lado en silencio sin incomodar.
A veces lo miro dormir y pienso:
quizás sí… quizás algo de mí vive en él,
y algo de él se me pegó en la piel.
También hay algo de mí en Sirius,
en esa terquedad tierna y en su energía que no se apaga nunca.
En esa manera que tiene de moverse como si el mundo le perteneciera,
y al mismo tiempo, venir a buscar mimos como si siempre necesitara volver a casa.
A veces me reconozco en Simon,
en su mirada seria, en esa distancia que pone cuando está saturado,
en esa forma que tiene de querer sin hacer demasiado ruido.
Es como si me dijera: “te quiero, pero hoy no me insistas.”
Y lo entiendo. Porque yo también soy así a veces.
Y sin dudas, tengo algo de Cleo también.
De su ternura pura. De su necesidad de afecto sin vueltas.
De ese modo suave que tiene de acercarse y quedarse,
como si el amor fuera simplemente eso: estar ahí, sin pretensiones.
Sí.
Mis animales me espejan.
Me completan.
Y me recuerdan que la versión más honesta de mí misma no siempre habla… a veces ladra, maúlla o simplemente respira bajito al lado mío o ronronea.